Cuentos de mujeres: Margarita

Margarita siempre hablaba de su madre anteponiendo la palabra “pobre”. 

-. Pobre mamá – decía – toda una vida de sacrificios. Pobrecita, todo lo que tuvo que soportar siempre.

María, la mamá de Margarita, había nacido en José C. Paz, provincia de Buenos Aires. Hija de inmigrantes y la mayor de siete hermanos. El padre trabajaba como empleado de la construcción. Su madre no daba abasto con la crianza de tantos hijos por lo que María desde muy pequeña había aprendido a cambiar pañales, hacer la comida, limpiar y llevar a cabo todo lo que fuera necesario en la casa. 

En su familia los hombres eran privilegiados. Las mujeres, que eran cuatro contándolas a ella y a su madre, se encargaban de atenderlos en sus necesidades. 

Así, en la época en la que creció María, era ‘cosa de mujeres’ fregar pero no estudiar, y era ‘cosa de hombres’ proteger a las mujeres y, con la excusa de cuidarlas, coartarles la libertad de relacionarse con quien quisieran o salir a dónde les diera la gana. También ellos gozaban del privilegio de continuar sus estudios más allá de la escuela primaria mientras ellas solo tenían que aprender lo necesario para atender al hombre.

-. Al marido hay que atenderlo – escuchaba María decir a su mamá como una letanía mientras iba y venía de la cocina – es lo que me enseñó mi suegra. Si lo querés tener contento atendelo bien.

María, siendo muy joven quedó embarazada del primer novio con el que tuvo relaciones sexuales y se casó “de apuro”. A partir de ahí todo fue tener los hijos, ocuparse de la casa y asistir a Juan, el marido, que resultó alcohólico y violento. 

Margarita fue la segunda de sus cuatro hijos. El mayor, Pedro, recibía toda la atención de su padre mientras que a ella y a sus hermanas menores, gemelas nacidas diez años después, casi las ignoraba. 

Cuando Margarita protestaba intentando rebelarse, María lo defendía:

-. Atendé a tu padre. No le faltés el respeto. Él trabaja para mantenernos, para que no nos falte nada. Al hombre hay que atenderlo. Si una quiere tenerlo contento hay que atenderlo bien.

Por la manera en la que el padre se encolerizaba, y el trato violento y desconsiderado hacia su madre, Margarita no acordaba con que ese fuera un método eficaz para tenerlo contento. Más bien opinaba que los hombres eran unas bestias y las mujeres unas víctimas destinadas a sufrir por su culpa.

Un fuerte rencor ocupaba el corazón de Margarita. A medida que iba creciendo también lo hacía el resentimiento hacia su padre y la indignación ante la pasividad de su madre, pero guardaba para sí su hostilidad mostrándose siempre atenta y dispuesta a ayudar.

Asiduamente, fantaseaba con ganar autonomía económica y dejar la casa familiar. Ningún hombre le iba a decir qué hacer ni cómo debía hacerlo. Si su mamá quería ser la sirvienta de su marido y de su hijo que lo fuera, pero ella no estaba dispuesta a ocupar ese lugar. 

Contrariando sus ansias de libertad, a los 18 años Margarita no contaba con muchos logros. Había abandonado el colegio secundario en primer año, nadie la había estimulado a seguir estudiando ni a ella se le había ocurrido. Por esa época, su mamá empezó a trabajar como empleada doméstica y ella quedó a cargo de las tareas de la casa y el cuidado de las hermanas menores. Su vida se veía limitada a ese pequeño universo de José C. Paz. Su única diversión era salir los sábados con las amigas y regresar siempre temprano. 

-. Sabes lo peligroso que es el barrio, Marga. Con la droga y la inseguridad. Está lleno de delincuentes. 

Pero para su hermano eso no parecía un problema. Salía cuando quería con quien le daba la gana al tiempo que se encargaba de vigilarla y prohibirle cosas como si tuviera derecho. Había terminado sus estudios en la escuela técnica y comenzado a trabajar como mecánico en un taller. También mostraba los mismos rasgos de violencia de su padre. No tenía reparo en maltratar a su madre con gritos y reclamos si ella no respondía a sus expectativas. Margarita no se sentía muy inclinada a relacionarse con los chicos de la zona. Todos les parecían tan brutos como Pedro.

Un domingo, su madrina Antonia que vivía en la capital, fue de visita y le pidió a María si le permitía a Margarita acompañarla por unos días en su casa. Tenía que operarse de los juanetes y necesitaba que alguien la asistiera en el postoperatorio. 

-. Bueno, dijo María – si solo son unos días… porque ya sabes que a Marga acá la necesitamos mucho. Yo trabajo afuera, son dos hombres que atender y las nenas todavía son chicas. Está la comida, la ropa, y, además, ella no está acostumbrada a ir al centro…

Por primera vez, Margarita se fue a vivir lejos de su familia imaginando que, aunque en lo de Antonia la situación no fuera mejor que en su casa, al menos era un cambio. Su madrina vivía sola en un pequeño apartamento cerca del hospital donde trabajaba como ayudante de enfermería. Ángela, su mejor amiga, era la dueña de la peluquería de la esquina. Cuando no estaba trabajando, Antonia pasaba allí la mayor parte de su tiempo. Ayudaba a lavar cabezas o pasar tinturas solo por el placer de compartir la charla entre mujeres. Era un lugar de reunión en el que las vecinas del barrio se contaban la vida entera. 

A Margarita la sorprendió el contraste de ese mundo con el suyo de José C. Paz. No estaba acostumbrada a las risas, la alegría y la camaradería. Tampoco a las confidencias. Miraba con azoro a Antonia, redescubriéndola. Una mujer de 47 años que se mantenía sola, nunca se había casado y, sin embargo, se la veía contenta con su vida y su trabajo. 

Su madrina pasó la operación de juanetes con una recuperación rápida y sin complicaciones. Iban juntas hasta la peluquería y, como Antonia no podía estar de pie, Margarita comenzó a ocupar su lugar en el lavado de cabezas. Ávida por aprender le pidió a Ángela que le enseñara a pasar la tintura y hacer el brushing. Con su trato amable y su actitud servicial obtenía buenas propinas. 

Había pasado ya un mes de su partida cuando María llamó de manera imperiosa a Antonia para reclamar el regreso de su hija. Hasta ese momento, ella había evadido su reiterada demanda con el argumento de estar todavía necesitada de ayuda, pero ya no podía seguir estirando el pretexto, por lo que se comprometió a llevarla de regreso el fin de semana siguiente. 

Cuando se lo comentó a Margarita, esta le rogó que la dejara quedarse un tiempo más, pero Antonia no quería tener problemas con María, no podía faltar a su palabra. Entonces, a Ángela se le ocurrió la idea de inventarle un empleo en la peluquería pensando que, en ese caso, su mamá no iba a poner objeciones. 

Los problemas eran varios. Ángela no podía darle realmente el trabajo, por lo que su sueldo se limitaría solo a las propinas. Por otra parte, Antonia tampoco tenía medios para continuar haciéndose cargo de su manutención. Además estaba el tema de la vivienda. Un ambiente tan pequeño no era el adecuado para seguir viviendo juntas si esto se prolongaba en el tiempo pero, al menos hasta la aparición de una mejor solución, la idea podía funcionar. 

Ángela le dijo que comida no le iba a faltar y le ofreció el cuartito de atrás de la peluquería para que se quedara a dormir cuando quisiera. No era muy amplio, pero una colchoneta en el suelo cabía.

Todo salió como esperaban. María no se opuso y Margarita inició así una nueva vida a la que incorporó rutinas diferentes. Se quedaba a dormir en el local las noches en las que Antonia no iba al hospital, y ocupaba el apartamento cuando ella no estaba. Trabajaba en la peluquería desde que abría hasta que cerraba, y ayudaba a Ángela a limpiar y mantener el lugar en la mejor condición.

Una tarde, una clienta, médica del hospital, elogió el toque de sus manos mientras Margarita le lavaba la cabeza:

-. Qué mano tenés para el masaje, Marga. ¿No pensaste en estudiar kinesiología?

-. No sé como hay que hacer para estudiar esa carrera – admitió torpemente Margarita.

-. Se cursa en la universidad de medicina. Te prepara para atender a pacientes en rehabilitación y, entre otras técnicas, incluye masajes. La podés aplicar también en estética o deporte, como desees.

-. Si tengo que ser sincera – respondió Margarita – no creo que pueda. Ni siquiera terminé el secundario.

-. Bueno –  respondió la médica – Eso se soluciona terminándolo ¿no?

Esas palabras ingresaron a su mente como un nuevo mandato, opuesto al que había recibido durante toda su vida. A partir de ese momento la idea de finalizar sus estudios se tornó casi una obsesión. No sabía cómo pero estaba dispuesta a averiguarlo. 

De tanto conversar del tema en la peluquería, un día, una de las chicas le comentó que había un plan del gobierno destinado a adultos que no hubieran terminado sus estudios secundarios. Allá fue Margarita a averiguar y terminó inscribiéndose. Las facilidades eran muchas. Le daban el material de estudio y los tutores le explicarían lo que ella no entendiera. 

Los siguientes tres años estudió sin descanso, no sólo para dar los exámenes del secundario sino también haciendo un curso de manicura profesional que le abrió una posibilidad concreta de trabajo en la peluquería.  

Con Antonia decidieron rentar entre las dos un lugar más amplio para poder vivir juntas más cómodas. Esporádicamente visitaba a su familia, los domingos o los lunes y, cuando lo hacía, invariablemente la invadía una fuerte sensación de estar en tierra extraña. 

Al martes siguiente, en la peluquería, solía comentar a sus compañeras: 

– El domingo estuve en José C. Paz. Pobre mamá, qué vida. Siempre luchando. Siempre tolerando lo intolerable. Pobrecita…

Extraído de «Mujeres al rescate de la fuerza interior» Alicia López Blanco. Editorial Paidós.

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